martes, 9 de julio de 2013

Los pijotillas




Descubrí la diferencia entre el vacío hueco y frío de la mano del indolente número 13, aquel que solo entiende de poesía. Leía a Valente. Valente es frío, hueco, vacío, pero su vacío es puro, hay armonía en las fabulaciones.

El don de la retórica que poseen algunos siniestros no se contradice con el poeta rural que ahora está de moda. Esa poesía rural y pueblerina que llega a los tres intelectuales de turno y afloran las virtudes que solo ellos ven. Siniestros del vacío rural, sin credibilidad.

Cuando me llega un libro de estos cebollinos los leo en voz alta ante el indolente número 13. Pero después acudimos, con premura, por un libro de Rilke o de Dante. Hay que tomar el antibiótico.

El crítico extremeño, pero residente en Oviedo, dijo en una ocasión que en torno a la revista Númenor se agrupan ocho jóvenes poetas sevillanos. Y matizo, ocho personas que dicen denominarse poetas, pero que cuentan con el constante y vehemente apoyo de Rialp y su colección Adonais (¿o es Adonis?).

Siempre los denominé pijotillas. Mi madre las freía redondas. La cabeza mordía la cola y nunca se arrugaban. El yomimeconmigo, la pijotilla que muerde el rabo de la intelectualidad.

La caja roja, con las esquinas gastadas que han perdido el esmalte, contiene el contrato que firmamos antes de venir a esta tierra de árboles y nubes.

Todos los maestros de los pijotillas son poetas rurales y pueblerinos, horizontales, vacíos sin armonía. Sin dosis de quinina ni de otra sustancia natural que, a diferencia de Hölderlin, habitan en Tubinga.

El día que los críticos mediocres de este ilustre país de pandereta hablen de Platón, de Rilke o de Leopardi, diré al indolente número 13 que su misión ha concluido con éxito. Mientras tanto a seguir leyendo, en silencio y soledad, y la poesía pueblerina y rural aclarará las llamas del fuego del invierno.

Muevo la caja metálica y escucho ruidos, sonidos siniestros. No me atrevo a abrirla desde 1984.