sábado, 31 de agosto de 2013

Mi propia caja



Costaba entender a Nacho, era especial. En Roma paseaba con su cámara de fotos y su música. En la India descubrió el sentido de su vida, la amistad. Estuvo conmigo unos años, los ochenta resultaron extensos como la duración de los cigarros, como las tardes absurdas componiendo música que nunca verían la luz.

Nacho no se fiaba de Saúl. Por más que le explicaba sus intenciones indolentes le recriminaba en los consejos. Era pura virtud, como una insinuación permanente. Nacho se quejaba de su mirada. Pero esos ojos transmitían paz.

La azotea de Moguer dejó paso a la verdad. La virtud se reconoció en Roma y la verdad en el pueblo de Juan Ramón.

Loreto ya había fallecido cuando subí las escaleras hacia aquella azotea. Allí me esperaban Diego y Juan, después llegó José Antonio, el de las imágenes. En el suelo, en la esquina donde me encontraba observando las nubes, aparecieron los dos anillos. Los perdí en Roma. Aparecieron. Desde entonces guardo los anillos en mi propia caja. Los pongo en mis dedos cuando acudo a un acto al que acuden los indolentes. Ellos vigilan y observan, contemplan.

Tenemos lo que hemos firmado, debemos aquello que conocemos y queremos lo que nos acontece. Nada es sorpresa pero todo es caos.

Hace años que no se cae el mundo al suelo, no tengo que agacharme para recogerlo.

Bajo este cielo siniestro y artificial intento escribir pero no puedo. Leo El libro de Job, a Epicteto y un poco de Dante. Al final seré lector, lector de una música que nunca verá la luz. Como Nacho me considero un incomprendido que ama la vida y la virtud. Odio cada vez más a los siniestros, me escribe su jefe pero no creo esas palabras. Cierro los ojos y en vez de ver sus gafas de falsa pasta observo nubes y sombras.

Todo son nubes y sombras. ¿Quién soy yo? Pregunto al indolente número 1, pero no escucho una respuesta fácil, aquello que deseo oír. Sigue ardiendo todo, con fuego de verdad.

viernes, 30 de agosto de 2013

Están todos



En El libro de Job la derrota de Luzbel por parte de dios se realiza con la entrega y el sacrificio. Es la justificación de dejar de ser para ser. Pero Belcebú persiste, está presente. Llama a la puerta cuando descansas y te ofrece recompensas, bellos agasajos de vanidad y literatura.

La filología es un invento de Satanás para hundir el arte y la cultura. El hombre nunca conoce su valor auténtico, los siniestros valoran aquello que no posee utilidad o riqueza.

Acaricio la primera caja, aquella que poseía la copia del contrato y las nueve piedras. Bajo esa copia había otros elementos que nunca logré tocar, ni percibir. Desde entonces la caja ha vuelto a estar cerrada.

Del contrato se firman 4 copias. Una para Saúl, el indolente número 1. Otra para el indolente número 5. La tercera para su revisión por el indolente número 7. La última es nuestra copia. Tenemos constancia por escrito de aquello que firmamos, de aquello que aceptamos. De todo cuanto asumimos y viviremos.

El contrato es extenso. Aparecen los nombres de todas las personas que circularán por tu vida. Nombres sin apellidos pero que defines y encuentras. Todos. Absolutamente todos.

Esta noche he encendido las farolas, las luces de exterior que rodean la casa. Golpean la puerta. Una vez y otra vez. Tapo las orejas para evitar un ruido que persiste. Apago las luces y las vuelvo a encender. Me asomo con cuidado por la ventana del salón, entre las cortinas, y solo hay sombras. Figuras siniestras que no hablan. Saúl sigue dormido en el sofá. No voy a despertarlo.

Busco algo para abrigarme y abro la puerta. Salgo fuera. Voy hacia la entrada al laberinto que reserva humedad. El pilón sigue golpeando el agua.

El sueño de los indolentes no será riqueza, ni ellos se justifican en las obras, solo cuando han dejado de ser son.

 

jueves, 29 de agosto de 2013

Es la autoridad




El contrato lo entrega para su lectura el indolente número 5. Viene impreso en un antiguo papel mitad amarillento mitad retama, con olor a espectros.

Cuando lo sostienes entre las manos el indolente número 5 se marcha. Te otorga todo el tiempo del mundo, una eternidad. La única misión de este indolente, además de la creación de sus 62 estirpes, es controlar y acreditar los contratos. Nadie nace sin su propia firma, sin la aceptación de la verdad.

Pero la verdad no siempre es virtud, ni mérito, ni creencia. La verdad es libertad, asumir y aprobar. La verdad es recibir. La virtud es dar sin ser, con privación.

El gato negro sigue rozando su cola en mi pantalón. Tiemblo. Llamo a los pájaros. Hoy las nubes han estado muy cerca del corazón ajeno, como un dulce lapidario.

Nunca rechacé un contrato. Acepté sin contemplaciones aquello que el indolente número 5 ponía delante de los ojos. Leía en lentitud, como quien sabe amar sin ser amado. Firmaba.

El dolor nunca se inventa, viene instruido y sin depósito. Es la autoridad.

Se han vuelto a torcer los cuadros del salón. Se caen las amapolas. La bicicleta blanca no es armoniosa. La paloma se mueve con ventaja. La ventana cojea.

Por más que lo intente, por más que te quiera, no puedo querer a nadie que me quiera, yo no me quiero.




miércoles, 28 de agosto de 2013

Prefiero los tatuajes




Cuando duele la cadera llamo a Saúl para que recite a Parra. Lo hace con tanto entendimiento que los versos se convierten en artefactos y la verdad en virtud. No me canso de escuchar su silencio. Toma el libro entre las manos y mueve la boca sin sonido, con adjetivación. La imitación al juego es un acto disciplinado que aparece en domingo.

Lo políticamente correcto te acerca a los siniestros. Tanta maestría poética no consigue justificar aquello que no se sustenta. Se llama dar juego a algo que muere solo, con el tiempo.

Mencionamos nombres de académicos, de otros que han estado muy cerca pero no han escrito nada, unos cuantos poemas políticamente correctos y poco de ausencia que no es caos, siempre pasado.

Los siniestros saben agradecer la verdad. Interpones las propias condiciones a los atardeceres. Llueve. Se inunda el pilón y rebosa una agilidad favorable.

Saúl se manifiesta en su propia estirpe. Anoto en un cuaderno, en el móvil, en la cabeza el número correspondiente a todas las estirpes. Todos tenemos un número. Un símbolo, una revelación.

Leo el Corán. La palabra de Alá. Es curioso descubrir el mirto entre las flores, el romero junto a las enredaderas y la menta con lágrimas.

Cuando duele la cadera no pasan los minutos, los días son rincones y la mirada habita como un adversario permanente. Me desnudo y respiro. Ser correcto poéticamente es falsa riqueza, prefiero los tatuajes.

Gwen Stefani es Gwen Stefani (ella me enseñó a leer el Corán en Orrery):



martes, 27 de agosto de 2013

Hacia nuestras cabezas




No creo lo que otros indican y dicen. Si tú crees en ellos falseas, reivindicas la arbitrariedad. Pobres los ignorantes que mencionan su nombre entre otros nombres. Acabarán vertidos como agua que cubre el pozo séptico, como el letargo de la marmota, siniestros del ayer, no poetas de hoy.

Con El libro de Job entre las manos. Si hay que morir que sea con ello, nunca con lo nuestro, con lo impuesto y manido. ¿Quién define los nombres? ¿Quién proclama la ausencia?

Llevan meses los indolentes transmitiendo un estado de no gracia que asusta, como una inspiración. Anoto los reflejos que puedo captar y escribo a mis seres queridos. Como una leyenda. ¡Caray! Vienen a proclamar un estado de miedo. La vieja Grecia deja su antigüedad para convertirse en invento.

Cierro los ojos y todo arde en su propia naturalidad. Sin justificación.

En esta puta vida nunca se indica un nombre si no es por interés o descrédito mutuo. Envidia o sinceridad. Lo segundo no existe en la poesía contemporánea. Me apenan los amigos que han dejado de ser amigos por ser amigos de mis enemigos.  

Recito a Pedro Páramo, a Dumas y a Platón. De fondo Parra vierte su indolencia sobre el número 1. ¡Serán carajotes los que creen ser si nunca han sido ni han dejado de ser!

Ocúltate de ti que eres lo impropio. Abandona la esencia, la falsa esencia que ahora circula por estos territorios.