Ser editor en un país de ciegos es una irregularidad tan manifiesta como compartir piso con la divinidad. Cuando hay luz soy editor, cuando el sol se esconde realizo los menesteres más peregrinos de la existencia irreverente.
Trabajé en un bar durante muchos años para pagar los estudios. Fue una iluminación de conocimiento. La cantidad de personajes que acudían diariamente al triste recuerdo del alcohol o del juego. A veces sólo para hablar y conversar. La necesidad de cariño se mezclaba con el oído y la atención. Cruzar los brazos tras un mostrador de madera y asentir a los clientes otorgaba indulgencias plenarias.
En otras ocasiones, y camuflado de oficio con gabardina sucia y sombrero piconero, fui limpiabotas. El mecanismo del pañito, ligeramente humedecido, sobre la piel de vaca, entregaba cercanía al mundo taurino. Un puro me regalaron una vez. Un puro bueno.
Este país de ciegos necesita periódicos en braille, y audio libros. Pero está claro que el sentido de la equidad se confunde con el conocimiento de la soberbia. Entonces ya nos viene la envidia.
Tantos recuerdos me olvidan de dios. Estar centrado en el mundo de los días, en la calle, en las esquinas, desata una angustia sobre si la lavadora ha estallado o continúa recogiendo jabón del suelo.
Una vez me llamó un flamenco muy famoso, famosísimo que diría mi madre. Quería que le escribiera sus memorias. Me citó en su piso de Pino Montano y, rodeado de gitanas bellísimas, comencé a escribir lo que él dictaba.
Le indiqué que me lo llevaría para dar una corrección de estilo, y hacerlo más elegante, a lo que sonrió enseñando los dientes ennegrecidos del tabaco y vaya usted a saber.
Terminamos la sesión entre Camborios y prendimientos. Solicité las 500 pesetas del trabajo y echándose mano al bolsillo sacó un fajo de billetes verdes sin cambio explícito.
Voy a acercarme a casa a ver si dios necesita algo. Le llevaré unos conguitos, le gustan mucho.
Trabajé en un bar durante muchos años para pagar los estudios. Fue una iluminación de conocimiento. La cantidad de personajes que acudían diariamente al triste recuerdo del alcohol o del juego. A veces sólo para hablar y conversar. La necesidad de cariño se mezclaba con el oído y la atención. Cruzar los brazos tras un mostrador de madera y asentir a los clientes otorgaba indulgencias plenarias.
En otras ocasiones, y camuflado de oficio con gabardina sucia y sombrero piconero, fui limpiabotas. El mecanismo del pañito, ligeramente humedecido, sobre la piel de vaca, entregaba cercanía al mundo taurino. Un puro me regalaron una vez. Un puro bueno.
Este país de ciegos necesita periódicos en braille, y audio libros. Pero está claro que el sentido de la equidad se confunde con el conocimiento de la soberbia. Entonces ya nos viene la envidia.
Tantos recuerdos me olvidan de dios. Estar centrado en el mundo de los días, en la calle, en las esquinas, desata una angustia sobre si la lavadora ha estallado o continúa recogiendo jabón del suelo.
Una vez me llamó un flamenco muy famoso, famosísimo que diría mi madre. Quería que le escribiera sus memorias. Me citó en su piso de Pino Montano y, rodeado de gitanas bellísimas, comencé a escribir lo que él dictaba.
Le indiqué que me lo llevaría para dar una corrección de estilo, y hacerlo más elegante, a lo que sonrió enseñando los dientes ennegrecidos del tabaco y vaya usted a saber.
Terminamos la sesión entre Camborios y prendimientos. Solicité las 500 pesetas del trabajo y echándose mano al bolsillo sacó un fajo de billetes verdes sin cambio explícito.
Voy a acercarme a casa a ver si dios necesita algo. Le llevaré unos conguitos, le gustan mucho.