viernes, 23 de agosto de 2013

Precisamos la eternidad



Saúl acariciaba todos los días mi cadera izquierda. Tardé años en descubrir su presencia. Tuve que esperar que se ejercitaran los sentidos intrépidos que habitan en los sensibles.

Descubrí su presencia en Roma. Pude observarlo, hablarle, escucharle. En la azotea de Moguer un pájaro me dijo que podía verlo. Mis acompañantes no lograron ver ni siquiera al pájaro.

Precisamos la eternidad para poder entender, para observar, para ver, para escuchar, para oler. En cada vida amplias algo más el raciocinio, la segunda caja va creciendo en capacidad y la primera contiene todos y cada uno de los contratos de las existencias.

Saúl fue bautizado en el río Tivamo. Era mayor. Tomamos un pesado autobús desde Roma a Trieste. Nos acompañaron otros ángeles y la gran dama blanca.

San Giovanni di Duino. Después fuimos a ver mosaicos a Aquilea. Saúl estaba feliz. Nadie podía captar las extrañas presencias. En la basílica una señora mayor dijo:

Vas muy bien acompañado.

Volví la cabeza para darle las gracias pero había desaparecido entre la multitud que hacía fotos a los pavimentos.

Precisamos la eternidad para dejar de ser. Un tiempo que nunca es pasado.