Suena muy alto el “Dueto de las flores” del Lakmé de Delibes. Las rosas incipientes se asoman por la puerta para captar el ritmo. Una repetición se agolpa en la cabeza, y esa voz tan suave desconcierta.
Hoy me han regalado dos libros, uno de García Montero y otro de Benedetti. Han venido que ni al pelo. He preguntado, ¿Has leído el Cuaderno en los últimos días? Y no, no había acudido a él. Estaban comprados en Cádiz, en Quorum. Entre el desdoblamiento y los versos manidos me quedo siempre con lo distinto, lo diferente.
Todavía espero esa carta de gracia. Aquí todo el mundo escribe, se pasea y hace grande lo suyo, que suele ser la nada. Es diabólico, como un prendimiento. El silencio me gusta, si deseas el silencio siempre gano, no lo olvides.
Un escritor me invita a un acto literario (¿de gracia?), no temeré males. Hago una consulta y no recibo respuesta. Teorizar sobre la literatura suele acercar al desencanto. Él se lo pierde. Iba a regalarle un libro.
Cada día que pasa observo más la diferencia existente entre los aprendices y los involuntarios. De cerca te confunden. Suelen vestir igual, llevan la misma barba, los libros bajo el brazo (en bolsa solo algunos) y hablan como si estuvieran comiéndose un pepino, y de los gordos.
Aquí ya vale todo, pero ¿qué es valer de verdad? Si colocas dos versos encima de una silla y te sientas sobre ellos descubrirás que el calor inferior es más escaso. Entonces te levantas, los rompes y calculas. ¿Dónde está la verdad? Y no aparece nunca.
Tengo a un ser impertinente rondando las esquinas. Si llamas por teléfono siempre dice lo mismo. Si lo encuentras de frente, repite y se repite. Si un toro empitonara a ese ser una tarde el metabolismo de los necios se incluiría en el libro de los récords. ¡Qué fortuna!
La diferencia se va haciendo mayor por momentos. Lakmé está a todo volumen. Los pájaros sonríen.