Cuando se odia algo verdaderamente la sensación es muy extraña. No me gusta aparecer, ni siquiera estar. Prefiero esconderme bajo una mesa o tal vez en aquel rincón oscuro donde nunca llega la luz. Cuando odias desatas todo lo que dentro se mueve y vacila. Nunca nos acostumbramos a la aversión ajena.
Hablo con las arañas y les recito versos, pero todas corren despavoridas. Hubo una vez una que permaneció inmóvil. Estaba muerta. A los pájaros les silbo, y les dejo comida en las casitas blancas o verdes que tengo en las encinas. En dos de ellas han anidado.
El desconcierto es una lucha interior que no puede ver la luz. El desencanto llora mientras tanto.
Por más que tengo antipatía a ciertas personas nunca les deseo el mal. Si así fuera dejaría de ser yo para ser otro. Tal vez una araña. Querría que me dejaran en paz eternamente, y aparecer solo para comprar el pan, el café o los cartones de tabaco en el estanco.
¡Qué difícil es vivir sin ser yo mismo! Me ocurre igual con la poesía, ¡qué difícil es leer sin querer estar!
He escuchado un fuerte ruido junto al madroño. No es la semiología, es la semántica. Un vecino vulgar y bastante mal educado ha arrojado una piedra que ha llegado al porche. Ahora no quiere encender el mechero. Y se acaba de ir la luz. ¡Odio la vida!