lunes, 3 de junio de 2013

El número 66




El sueño de un indolente se limita a reflejar la simple contemplación de los estados. Un sentido común que ha dejado de ser pero que sigue siendo y permanece en silencio desde que descubrió que todo es mentira, nada es lo que parece ser.

Nunca ha pasado el tiempo. Siempre es ayer. Pero ayer es pasado y el pasado no existe.

Los indolentes salen del mar, de su esencia salina y virtuosa. Alguno de ellos espera a los nuevos que llegan y acuden a socorrer el nacimiento. Les aguardan en la orilla, llevan ropa limpia entre los brazos y un poco de alimento.

Desde Villa Barbaria diviso la majestuosidad de África, el color del mar al atardecer y a los indolentes. Esta tarde han llamado a la puerta de casa una vez y otra vez. No he abierto. En el porche de arriba los observaba. Son repetitivos y constantes, como las olas y las nubes.

En 1987 me regalaron un perro al que puse de nombre Sultán. Le enseñé a oler a los indolentes y le solicité que ladrara cuando alguno se acercaba. Nunca temí a los indolentes aunque causaban el respeto propio de la melancolía, del silencio, de la soledad y del equilibrio.

De los indolentes aprendí a vivir en silencio, sin palabras, sin actos lingüísticos. Comprendí el sentido primero de la mirada fija y la transmisión de energía positiva y negativa.

La imagen que se incrusta en el pilón fue el regalo del indolente número 66, el primer confuso laberinto.