sábado, 8 de junio de 2013

Los ruidos suaves




Con el paso de los años aprendí a comprender el silencio de los indolentes. Sultán envejecía por las tardes en los interminables paseos por la playa de los Alemanes.

Comenzaron a respetarme los indolentes, incluso saludaban en los encuentros con la cabeza. Pero ese movimiento de arriba hacia abajo transportaba infinitud de mensajes. Los ojos, la expresión de la mirada, el movimiento de las manos, el silencio puro y pavoroso, ruidos suaves.

Un día desaparecieron todos los indolentes a los que había clasificado con números impares. Acudía al cuaderno de las notas y comprobaba las ausencias. Regresaron a las tres semanas. Venían con ropa nueva y una luminosidad desconocida.

Dejaba abierta, las noches de calor, la ventana de la habitación donde dormía. Me levantaba cansado, muy cansado. En la ducha descubría pequeños hematomas en el cuerpo. Señales sin criterio que nunca entendía y a las que no hice caso alguno.

Durante ese tiempo repasaba y corregía los libros de Fábula. La compañía de Sultán y la asistencia que limpiaba la casa, arreglaba el jardín y traía la comida del pueblo, soportaban mis impertinencias.

Nunca abandoné a Bécquer. Lo situaba cerca de Platón y lejos del romanticismo.

El perro se asustaba de la música de Wagner o de Mozart. Corría hacia el jardín y se escondía en el sauce llorón.  La cabeza, en esos tiempos, siempre permanecía a punto de explotar aunque nunca lo hacía. La sujetaba con las dos manos y aparecían unos suaves susurros, como el lenguaje mágico de los indolentes. Recitaban versos de Bécquer, de Darío, libretos completos de Wagner. Anotaba en los cuadernos marrones lo que podía entender de esos ruidos suaves.

Se ha apagado la luz del faro esta noche. Antes de salir enciendo un cigarro. La cajetilla está vacía. No aguantaré hasta el amanecer.