No era capaz de contener la
angustia por la ausencia de Sultán. Respiraba, observaba el horizonte desde la
terraza, el cielo siempre era azul. Las nubes saludaban a su paso y viajaban
deprisa.
Nunca he fumado tanto.
Tampoco he andado tanto, a pesar del dolor, por el césped. De la forma precisa
y consecuente con la que Rilke escribía sus elegías y sus sonetos. De la forma
indolente.
Esta noche corría una brisa
fría. Un indolente me arropó con la colcha. Era el indolente número 27, el
encargado de las asimetrías.
Paseo por Vejer, por
Benalup, por Medina. Acabo en casa, en Zahara.
Un conocido me escribe y me
indica que estoy loco, que mi locura ha imposibilitado una premeditación. Y
digo ¡Bendita locura! Mi presencia se
configura con un verso de Dante, con un purgatorio completo.
Odio a los siniestros. Amo a
los indolentes. Los siniestros son seres impasibles. Ellos hablan de
Chesterton. Yo prefiero a Hölderlin. Ellos se agrupan, yo leo a Leopardi. Ellos
llevan perilla y gafas de pasta, yo amo a las coristas.
Nacho reía en el banco de
san Clemente. El ángel negro repartía rosas, rosas rojas.
Sigo paseando por el césped. Sultán es pasado y el pasado no existe. La poesía es una ola que se acerca a la orilla. Una ola grandísima. Una ola salada. Una ola sin dueño. Una ola amarilla. Una ola que agota. Una ola. Solo una ola.