Todas las simplezas se unen alguna vez. Y lo hacen, generalmente, para dejar de ser boberías. Por ejemplo, tomamos una copa con unos amigos, algunos hablan y otros guardan silencio. Por la acera, en ese justo instante, pasan unas jóvenes muy arregladas. Llega el camarero y derrama un poco de alcohol en la camisa de uno de tus acompañantes. Los usuarios de la mesa que está justo al lado, no paran de gritar. Comienza a llover y debes acudir dentro del establecimiento. El ruido de la música es insoportable. Has olvidado el móvil fuera y cuando vas a su rescate ha desaparecido. Al entrar de nuevo por la puerta tropiezas con el escalón y caes. Tus amigos ayudan a levantarte y uno de ellos sin querer, pisa tu mano. Te incorporas. Miras a un lado y a otro. Quieres salir corriendo pero no puedes. Recuerdas que el coche está en zona azul y acaba la hora. Huyes.
Ocurre lo mismo con la poesía. Todas las simplezas, para dejar de ser necedades se unen en un libro. En un mismo libro. Pero, ¿hay que leerlo?
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