LLEVO
encerrado varios días con Hacia el
infinito naufragio y Cuando las horas
veloces. El binomio Leopardi-Colinas y el navegante Barral. Hay mucha
sintonía. La misma que poseen Séneca y Marco Aurelio. La lectura, si es
auténtica, es verdadera. Se ve, se
observa, se asimila. La clave está en ver.
He comentado
con don Nicanor que no editaré más libros. O lo haré de otro modo. Me
comprende. No puedo publicar aquello que no entiendo, lo que no se asimila.
Me cansan las amistades. En el infierno la vida se ve de otra manera mucho más compulsiva y menos prepotente. La humildad es una garantía que perdura. No me sirven aquellos que se ensimisman, aunque sean unos genios. Juan Ramón, por ejemplo, (y hay que verlo, observarlo, asimilarlo) nunca dejó de creer en lo ajeno. Lo suyo era infinito pero se malgastaba. Las manías nunca serán regocijos.
He contado los cuadernos nuevos. Los describía mientras hablaba con Chile a mediodía. Justo en el instante que un perro grande y sucio intentaba entrar en casa. Cerré de un portazo la cancela para evitar visitas.
Cuando llegó mi hijo me oculté entre los libros.
Llevo varios días sin hambre ni alimento. Sin responder las cartas, los correos, dejando que el teléfono suene en su propio antojo. Despido al jardinero sin modales, y arrojo tierra sobre los pájaros.
El poema de Hegel a Hölderlin es el poema de Parménides. El naufragio de Barral y las horas veloces de Leopardi. Los márgenes, las guardas, los tachones, los cuadernos repletos de escritos y señales. Un buen libro no deja espacio al humo.
La historia de nuestro pensamiento, de nuestras letras, es el gran círculo cerrado en el centro indudable. Eso es la razón de la palabra. De la palabra auténtica. En Hegel está Platón, y en Leopardi, y en Dante, y en Nietzsche. No se puede salir de ahí, es la clave. Pero hay que asimilarlo, observarlo, y sobre todo verlo.