lunes, 14 de junio de 2010

Cadión (Elogio de la Irreverencia XXXIX)



Es pésima la envidia en la literatura. Muchos apuntaban y escribían sobre ello en los últimos días. Creo que se está produciendo una transformación importante en la sociedad. Ahora los envidiosos son más envidiosos.

No estoy conforme con los artículos de diferentes medios, como el de El País, este fin de semana sobre la nueva poesía. Están cerrados. No hay aperturismo, no hay opción a lo evidente. ¿Será la envidia? Evidente envidia. La ocultación de la realidad es un mal poético. Tanto crear, alabar, cantar y generar, para quedarse anclados en la imprecisión.

Por fin he mantenido una conversación con dios sin prisas. Estaba cansado. Muy cansado. Me reconoció estar bien, tranquilo. Bien alimentado y entretenido. No se arrepiente para nada de haber venido a vivir conmigo, aunque –argumentó- soy un mal compañero.

Dejó la eternidad para bajar al mundo, estaba hasta los mismos de las que él denomina “cazadoras de pitos”. Llegas al cielo cuando es la hora de la verdad, y les recibes con agrado, haces de anfitrión. Presentas a los más cercanos, les acoplas y resulta que ven en él un poder inusitado y un atractivo divino.

La envidia otra vez. Esas “cazadoras de pitos” no saben que en la eternidad no hay sexo. Y si lo saben les interesa más el poder que el placer.

Cansado de sufrir “acoso” eterno buscó a un delincuente de la palabra. Y acabó como acaban los simples, con la evidencia de la envidia.

Es un tío genial, este dios tiene golpes de Gil de Biedma. Es tan arcaico que a veces me pregunto de qué hablará con el pastor de las ovejas. Lo comento y me dice que las ovejas ni hablan ni desean el poder, y desde luego no escriben poemas.