COMENCÉ con Leopardi de la mano de Colinas. No hay mejor anfitrión. Nunca viene el divino cielo, ni la silente orilla. En Recanati aún lloran las muchachas por la fragilidad.
Dice don Nicanor que Leopardi le impuso el manto y la nostalgia. Es la sinceridad. Alguien recita versos como quien dice frases. Otros en cambio nutren modestas melodías.
El tono y el ritmo por encima de las formas geométricas. Cuando tenía catorce años presenté un libro a un premio de poesía. De vez en cuando leo Heracles o el juicio de Zeus. Era la vida de Hércules en octavas reales. Nunca gané el certamen pero llamaron a casa para conocer a ese chaval que escribía en octavas reales.
¿Qué dolor puede ya herirme?, dice Leopardi. Largo dolor el sueño, respondí. Y entre el dolor y el sueño Giacomo con sus goces y sus Cantos.
Los árboles suben, las nubes se mueven y los pájaros beben. Son las ondas tranquilas. Alguna proporción que nos hace temblar y una lombriz de tierra que asoma su cabeza. Es la sinceridad. El frío, el complemento.
Comencé con Leopardi una noche de enero. Llovía. Madre dura y dorada, ¿alegrarás un día o será siempre?