viernes, 13 de septiembre de 2013

Señales extraordinarias




A mediados de los años noventa comencé a recibir señales extraordinarias. Provenían de aquellos a los que califiqué en su día como confuso laberinto. En un primer momento creía que eran el mismo gato con distinto pájaro, pero no fue cierto. Mantuve con ellos varios encuentros secretos y ajenos a Saúl.

Cada mañana me levanto peor. El estómago, la espalda, la cadera. Como si en la noche en vez de descansar alguien fuera tomando vida de la vida. Y la vida se apaga. Y aparece el cansancio, el dolor y la duda. La pausa es un momento eterno donde cuentas estrellas. No me atrevo a esperar y busco el destino en el confuso laberinto.

Deseo conocer y acumulo citas con aquellos que son pero no están. En el presente observo el futuro nunca el pasado. Llamo a la nube, la que tiene forma de poema, y subimos alto, muy alto. Sin rozar el cielo llegamos al infierno.

Nuestro único origen proviene de los indolentes. Ellos cuidan el pájaro mientras se firma el contrato, mientras llega el gato. Y a partir de ese momento vigilan las palabras escritas para que sean cumplidas en su integridad.

Todos salen en algún momento, cumplir y asumir son actos imposibles. Pero entendí el discurso y hablé su mismo idioma. Por la mañana repasaba cada letra y cumplía con orden lo ya establecido. Esos hechos confundieron a los indolentes. Saúl llegó al banco de san Clemente para apartarme del camino que sigo cada día.

Aquellas manchas de mi cuerpo, el cansancio, los cabellos en la almohada o el hueco de Luzbel en el colchón.

Si te enfrentas a un indolente vagarás eternamente por el mundo con el cuerpo de otros y un alma insustancial. Es el confuso laberinto.

En cambio, si aceptas sus indicaciones y fallas, dejas de cumplir la obligatoriedad del contrato, serás siniestro, no sincero, no poeta.

Hay que seguir creciendo. Sonreír y llorar. Asumir y aceptar la libertad en libertad. Baila, no dejes de bailar, aunque no puedas.