Es tarde, y debo comenzar a preparar los agradecimientos de la tercera inclinación. Son numerosos. Antes, un comentario. En un diario local de ayer M.J.L. respondía a las preguntas de un periodista. Siempre es igual. Siempre es lo mismo. Debe existir una justificación al premio literario. Una justificación que solo otorgan los gana premios. Ellos deben hablar, ellos lo hacen, ellos se defienden, y ellos justifican. Personalmente debo decir que un premio literario me la trae floja. Flojísima.
Que ganan muchos premios, magnífico. Nada que objetar. Que es la única forma que tienen para publicar sus libros. Magnífico. Nada que objetar. Se admite. Se entiende. Y hasta se comprende. Pero por favor, señores gana premios, dejad ya de tocar las pelotas, y de hacer los mismos comentarios siempre. Los mismos. Ya está, se admite y se respeta, pero ¡basta! Aquí comienza y acaba la historia de vuestra literatura.
Y digo yo, ¿no será que los señores gana premios no pueden publicar en las editoriales que mencionan siempre porque la calidad de su obra es menor? Tal vez sea así, y debido a esto tengan que justificar lo injustificable.
Si después de conseguir un buen puñado de premios (y hasta varios puñados) todo sigue igual, ¿no ha pensado usted que su obra tiene menos peso que la lámpara de Aladino? Respeto profundamente su labor, aunque no la comparto, y gracias a la teoría de las inclinaciones, aclaro, que morirán sin haber conseguido absolutamente nada. Pero dejémoslos, tranquilamente. Ustedes a vuestra bola. Siempre. Pero sin molestar. Se precisan argumentos como se requiere integridad y calidad. Y la calidad no la pone un puñado de bárbaros, lo hace la historia. La verdadera historia.
Alguien en tu vida ha cambiado la forma de mirar. Te robé el corazón sin querer. Un misterioso alguien. Te despiertas y preparas un café. No estoy. Pones la taza, la cucharilla y hasta el azúcar. La rebeldía deja de ser rebelde. Y tu boca no la encuentro. Antes de mí soñabas con ese guitarrista flamenco, de mejillas rojas. El mismo. Pero al verte llegar descubrí que el cielo nunca he querido tocar.
Huelen mis manos a cebolla. He preparado una ensalada para las arañas y para un servidor. Una cebolla. Dos tomates. Un poco de lechuga. Es tarde. Dejaré los agradecimientos para otro momento. Tengo que apagar la luz del pasillo y leer a Ory. Recordar por un instante ese lo siento, que tanto cuesta decir. Mi nombre se ha borrado de las sombras. La semana promete. Salgo muy temprano para Córdoba. Me espera Fernando. Y Pablo. Y Manolo. Son lo último que deseo olvidar. Lo siento.
En Tokio grabas un nuevo videoclip. Te deseo mucha suerte. Chance. Es la alegría que se lleva el miedo. Sigo contando estrellas antes de dormir para volverme loco.
Que ganan muchos premios, magnífico. Nada que objetar. Que es la única forma que tienen para publicar sus libros. Magnífico. Nada que objetar. Se admite. Se entiende. Y hasta se comprende. Pero por favor, señores gana premios, dejad ya de tocar las pelotas, y de hacer los mismos comentarios siempre. Los mismos. Ya está, se admite y se respeta, pero ¡basta! Aquí comienza y acaba la historia de vuestra literatura.
Y digo yo, ¿no será que los señores gana premios no pueden publicar en las editoriales que mencionan siempre porque la calidad de su obra es menor? Tal vez sea así, y debido a esto tengan que justificar lo injustificable.
Si después de conseguir un buen puñado de premios (y hasta varios puñados) todo sigue igual, ¿no ha pensado usted que su obra tiene menos peso que la lámpara de Aladino? Respeto profundamente su labor, aunque no la comparto, y gracias a la teoría de las inclinaciones, aclaro, que morirán sin haber conseguido absolutamente nada. Pero dejémoslos, tranquilamente. Ustedes a vuestra bola. Siempre. Pero sin molestar. Se precisan argumentos como se requiere integridad y calidad. Y la calidad no la pone un puñado de bárbaros, lo hace la historia. La verdadera historia.
Alguien en tu vida ha cambiado la forma de mirar. Te robé el corazón sin querer. Un misterioso alguien. Te despiertas y preparas un café. No estoy. Pones la taza, la cucharilla y hasta el azúcar. La rebeldía deja de ser rebelde. Y tu boca no la encuentro. Antes de mí soñabas con ese guitarrista flamenco, de mejillas rojas. El mismo. Pero al verte llegar descubrí que el cielo nunca he querido tocar.
Huelen mis manos a cebolla. He preparado una ensalada para las arañas y para un servidor. Una cebolla. Dos tomates. Un poco de lechuga. Es tarde. Dejaré los agradecimientos para otro momento. Tengo que apagar la luz del pasillo y leer a Ory. Recordar por un instante ese lo siento, que tanto cuesta decir. Mi nombre se ha borrado de las sombras. La semana promete. Salgo muy temprano para Córdoba. Me espera Fernando. Y Pablo. Y Manolo. Son lo último que deseo olvidar. Lo siento.
En Tokio grabas un nuevo videoclip. Te deseo mucha suerte. Chance. Es la alegría que se lleva el miedo. Sigo contando estrellas antes de dormir para volverme loco.