ERA una flor y se llamaba Herminia.
Mujer feliz, armónica, de extremada constancia,
la voluntad rondaba sus pezones. Era de Chipiona.
Siempre acudía desnuda con aliento y sin sombras
mientras toda la ropa acechaba la luna.
Decía que me quería y cuando preguntaba
si el amor corresponde sin llegar a la muerte,
cerraba bien los ojos y lejos de la historia,
recitaba los versos con aceites paganos.
Y una tarde, le dije, con mi lengua en su sexo,
“En la confirmación, debes cambiar tu nombre”.
Mujer feliz, armónica, de extremada constancia,
la voluntad rondaba sus pezones. Era de Chipiona.
Siempre acudía desnuda con aliento y sin sombras
mientras toda la ropa acechaba la luna.
Decía que me quería y cuando preguntaba
si el amor corresponde sin llegar a la muerte,
cerraba bien los ojos y lejos de la historia,
recitaba los versos con aceites paganos.
Y una tarde, le dije, con mi lengua en su sexo,
“En la confirmación, debes cambiar tu nombre”.