No puedo separarme de Ory, y entre día y día de su volumen respiro con Tirso en Tan largo me lo fiáis. O El Burlador. O quien sea. Tengo menos fe que Blanca de los Ríos buscando una autoría.
Desde muy joven, también los compañeros me miraban de otro modo. Era distinto. Ahora soy yo quien miro de otra forma. Puedo elegir la visión. Y a algunos los miro pero no los veo. Ni siquiera los observo. Sólo miro. El instinto y la intuición hacen que sonría.
Si dios hubiera existido alguna vez Dostoievski no habría escrito nada. La melancolía y la cólera se funden. Debo hacer una visita fugaz al infierno. Hay que saludar a los amigos antes que se acaben las vacaciones. Allí desde luego veré a quien quiero ver. Y todos conservan su autoría. No quiero nada del cielo. Ni de los poetas celestes. O celestiales. Para ellos todas sus grandezas. Y también sus mentiras. Odio los versos divinos. En el cielo no hay poesía. Hay tono manido.
Decía Novalis que la vida es una enfermedad. Y para ella no hay remedio. La belleza puede suplir la desesperación. Pero la belleza de Keats, no la vuestra.
Me agito. Desespero. Vivo. Y lo hago sin cauces. No tengo una carta de recomendación de dios. Ni de esa vieja puta religiosa que acude a misa todos los domingos. Ni siquiera mi apellido es compuesto. No estoy afiliado a ningún partido oficialista. Confío poco en las encuestas (siempre están hechas de antemano y con intereses). Lo hermoso me horroriza. No hay vida, sólo autoría.
Dice Ory: “El ego sólo está rodeado de basura, de las más bajas basuras. El ego es odioso y maloliente. El ego es una mosca enviscada en la suciedad de las pasiones y del sensorio”.
La vida es una pesadilla y estoy rodeado de gatos. De gatos que dicen escribir poesía.