De vez en cuando me digo que hay que pasar de tanta miseria que rodea la literatura. Pero no es que la literatura sea mezquina, son los autores los que la hacen así. Me he quedado inmerso en un círculo cerrado, no vaya a ser que ande en un camino equivocado. Y tengo miedo a salir. Apenas se necesita nada más para vivir. Una sinceridad manifiesta y ser ajeno a los intereses mutuos que circulan por la vida de actor, en la película del simple recorrido.
Tantos kilómetros agobian. Mayo es siempre triste. Un calor malicioso y el viento de La Línea que tira hacia un lado a las personas. Intento sujetar cuanto pasa pero resulta imposible. El mundo cae al suelo. Y yo que lo veía.
Se ven cosas en la vida que intentas olvidar cuanto antes. Nunca supe quien eras de verdad, ni lo sabré. Es la sorpresa que nos depara el alma. En las tardes de amor suelo encogerme. Y lo hago despacio, con premeditación. Aprovecho el movimiento para recoger del suelo las palabras. Una a una. El empacho de letras provoca somnolencia.
No deseo perder la amistad con nadie. Son ellos los que intentan perderme mientras aprietan el cinturón, y tiran, tiran. Puedo asfixiarme. La vida acaba en un círculo cerrado. Sé de cosas que se cuentan pero guardo silencio. No merece la pena. Sé de cosas que he visto, confieso que no he vivido un ápice de alegría. Pero tengo ganas de decir la verdad. No debo contar las penas.
Una pena es el agravio de la lucha, la manifestación sin recorrido. En una ocasión un poeta se presentó como el cortés caballero de la mano en el pecho. Esbelto, elegante. La sonrisa la guardaba para los ratos de acción. Los momentos donde el delito es falta, y el cuidado es aflicción. Todos dieron saltos de alegría menos yo. Sé de cosas…
El poeta, un día, marchó a hacer fortuna al nuevo mundo de la ciencia. Y allí permaneció cien días con sus cien noches. Se llevó los teléfonos y los datos de todos los contactos del aire. Le sirvieron de mucho. Volvió con un plan de amor lleno de vértigo. Cometió un error, contó lo que sabía.