Sí, debo reconocerlo, prefiero a Víctor Botas o a Miguel d’Ors antes que a Francisco Brines por ejemplo. Es gusto, es poesía. Y cada uno la ve de una manera diferente y necesaria. Una abeja revolotea por encima de mi cabeza. Es la inseguridad. La vi primero, antes que ella a mí. Y a partir de ese momento decidí abandonarla junto al pozo. Me iba moviendo extrañamente. Ella me seguía. Al llegar abrí la tapa y, con un giro de brazos, cayó atrapada. Permanece encerrada mientras leo poesía.
Bajaremos por el camino de madera hacia la playa. Tras andar diez minutos con un calor sofocante, llegamos. Una familia había instalado un campamento base. Hasta tiendas de campaña, mosquiteras, y unas hermosas sandías sobre la arena. El abuelo tomó una navaja de grandes proporciones y procedió, con un arte excelente, a cortarlas en tajadas.
Mientras paseaba, descuidado del mundo, un niño se acercó a ofrecerme el suculento postre. Acepté encantado. La abeja volvió a mi cabeza. Corrí hacia el coche. Había dejado en el asiento Historia antigua (1987), de Botas. Abrí una página. La abeja, que me había seguido hasta allí, desapareció. No había inseguridad. Tampoco ingenuidad. Un poco, o porción, o fragmento, o tal vez tajada, de desconcierto.
Ya verás cómo no olvidarás nunca sus nombres. Recuérdalos. Se llaman Miguel d’Ors y Víctor Botas.