Que yo te vi primero. Tu brillante abrigo verde, esas botas de ante por debajo del hombro y un pelo ensortijado que en Baena llamarán cabello. El brillo de tus ojos sospechaba. Cogías el micrófono con las dos manos intentando sentarte. En un preciso instante, una gota de agua en el cristal, cruzamos nuestra vista. Y yo te vi primero.
Descubrí en ese momento que el mundo se había caído. El resto de la canción me la cantabas. En la tercera fila, y sentado junto a Armando, me fijaba en tus medias. Mientras ibas acabando me marché. No propusiste guerras. Pasaron varios días hasta que una llamada me hizo odiar el teléfono.
Desde entonces un verso es una fórmula mágica repleta de complejos.