domingo, 22 de mayo de 2011

Veinte



En los últimos días me encuentro muy cansado. Agotado de todo y con todos. Los que se creen sabios, los que dicen ser cuerdos, no los soporto ya. Es triste, pero permanecer al margen de las horas tiene su incertidumbre. No te dan argumentos, son bruscos y soberbios, desapacibles, ásperos, una mierda de hombres. Se de cosas que se cuentan que no desvelaré. Lo de los “indignados” es una mera anécdota comparado con todo este artificio.

Los grupos son nefastos. Benefician a pocos, ya que todos los burros agachan las orejas. Las tendencias, corrientes, oficios literarios, los han creado ellos. Los simples y malévolos, los bienaventurados de un infierno muy frío.

Los líderes poéticos, esos que crean escuela (dentro de una corriente tan turbia como el lodo), deberían presumir de ser muy feos, machotes, mujeriegos, maricones de ayer y tristes gais de hoy.

Últimamente duermo mejor. Voy cayendo por ahí. En casa de mi madre, tumbado en la piscina, en el sofá marrón (adquirido en Meguerry). Pienso de otra manera, no me apetece quedar para cenar, ni tomar la cerveza. El teléfono lo uso muy poco, y respondo, eso sí, a todos los correos.

Espero carta de Chile. Un paquete muy grande. Lleva un gran corazón. Después de hablar unas horas con él (el poeta de todos los poetas) ya todo me da igual. Tenía el mundo por el suelo y me lo ha levantado. Que me digan poeta me importa ya muy poco. Lo que debía escuchar ya me lo han dicho.

Y después de esas horas, que han sido una gran vida, que se metan con esto, con la edición de aquel, o el verso de ese libro, me hacen que incurra en el desliz más bello de la historia, en la aproximación.

Me ha llenado de vida. De misterio, silencio, de musicalidad. También de pasotismo, ironía. Un poco de justicia y una pizca de angustia. La receta del arte. De toda la poesía.