sábado, 3 de septiembre de 2011

38 (Treinta y ocho)



Para esperar que venga un diablo a escucharte o a recitarte versos a la luz de la luna, no hace falta leer ni a Dante ni a Leopardi, ni siquiera a Lewis. El demonio visita sin llamar a la puerta, aprovecha que abres para que el aire entre y su sombra se cuela por encima del mundo. Para esperar que venga Satanás a tu casa y redacte las cartas de los que son poetas, debes dejar encima de la mesa una copa de vino y un puñado de rancios alimentos de sobra.

Ayer estuve hablando con el poeta T.R.R. sobre esto y aquello. Lo hicimos en verso suelto y rima libre. Reímos, dijimos un par de improperios, pero siempre con la intención de mundanizar, como antiguo, la poesía. Estuvimos imaginando, aunque nunca lo dijéramos, la hechura de una isla y de un desierto. En ellos era posible tener la certeza, la preclara, transparente y silenciosa certeza de qué es la literatura. Lástima que, no siempre, lo imaginado pueda ser verbo, pero, en lo ausente, creo que nos dijimos muchas verdades que retumban aún en la bóveda de armonía.

Debo pedir disculpas por esa redacción ajena, pero es tan cierto todo lo que en ella se cuenta que hasta el propio Mauricio ha consentido en las afirmaciones.

Tengo a Belcebú frente a mis ojos. En las manos el poema de Snoopy. Le pido consejo para cuadrar los heptasílabos y lo arregla todo con la muerte. Por momentos, suelta una carcajada misteriosa. No tengo miedo. Satanás, como el mundo, llena al hombre de suerte. Los amigos de Satanás serán mis enemigos. Los matices que Lucifer nos vende se regalan en Cádiz, en la misma Avenida.