domingo, 11 de septiembre de 2011

45 (Cuarenta y cinco)



Entre la minoría y la mayoría siempre me quedo con lo tercero. Es lo que tiene la poesía. La minoría suele ser escasa. No dispones de tiempo para facilitar los matices entre tus seguidores. A la mayoría nunca, ¡hay tantos incultos! Los ignorantes deben salir de la vida de uno.

En los últimos días he comprobado que aquello que escribí por predisposición acaba siendo cierto. Por ejemplo, que los cartoneros, cangrejos, pistoleros y otros seres efímeros son eso, pasajeros. Su duración persiste lo que dura el gusto.

Dice un conocido que la verdad se asemeja a la ciencia. Si pudiera tocar la ciencia viviría sin respiro. Pero resulta que tus iniciales siguen dejando señas de identidad. Hieres. Dueles. Y sigo siendo idiota. A este lado de la vida no hay nada.

Un pájaro muy grande me ha traído un mapa con un tesoro muy pequeño. Guardo silencio. Doy de beber al pájaro y miro los verdes de la tierra. No hay dos verdes iguales. ¿Has mirado dos hojas de un mismo árbol? Fíjate. El verde es diferente. Incluso allí.

Un saxo dice que debo adentrarme, más despacio. Que no puede seguirme. El ritmo que estimulo a mi bajo va muy deprisa. Como el vuelo de la paloma. Un pájaro vulgar se ha metido en el porche. Ha subido al pretil, encima de la puerta. He tomado una escalera para ver qué buscaba. No había nada.

No puedo pensar ahora. Leo aquello de la minoría y la mayoría y recuerdo la azotea. Aquel lugar perdido en el centro de Moguer. Fue una noche estrellada. Dos poetas me acompañaban. Juan y Diego miraban la luna sin matices. Yo expulsaba los desvíos. Tardé tanto en descubrir que la noche lloraba que di patadas a las imágenes de José Antonio mientras iba a mi cuarto.

Después Diego llamó a la puerta. Nunca abrí. El miedo se nubló con esa ciencia que persiste y busco. El mismo pánico que produce hablar de la boda. Ayer, sin ir más lejos, para explicar un poema mencioné la ceremonia de 1967. La tía Juana vestía de negro. Un moño canoso de horquillas y el olor a hierba luisa artificial. Juana pretendía algo. Cuando la vi en el autobús –ya estaba muerta- y pude hablar con ella, pregunté por la boda como algo de paso. Ella dijo que amar, como estipendio, debe escribirse así, con hache intercalada.

Tal vez por eso recuerdo el rostro de la niña. Una rubia de tres años cargada de muñecas. Una niña feliz que tenía miedo. Yo andaba con pavor. Vestido de sapo, el balón bajo el brazo, miraba a todas partes como el lagarto encima del pilón.

Me casé con tres años. En una ceremonia. El amor nunca dura si juegas a las cartas.