AQUELLO que se toma prestado se agradece, se
reconoce. El fin es la asimilación pero también la ocultación. Respeto, hablabas
de respeto y sonaba la música de alguien. Seguro que era un clásico, un
soberano, un poeta.
Amamos lo que podemos observar, imaginar y recordar se superponen y confunden. Impresión/expresión.
Todo lo que nos llega es recibido con los brazos abiertos. Respeto. Respiras varias veces. Observas las nubes, los pájaros, los árboles. Las naranjas están muy lejos, es complicado que puedas encontrarlas.
Cuanto descubrí intenté plasmarlo en La muerte oculta (1996). Ahí, escondidos entre los versos, se encuentran los matices, la fórmula mágica del respeto. Pero siguieron llegando frutas: manzanas, peras, castañas o bellotas. Y todas engañaban. Era la apariencia de la carne, la inducción al equívoco, la contaminación de la razón de la palabra.
Llegaba la ilusión con tonterías, dejabas aconsejarte de algo o alguien por el simple hecho del dictamen de ese órgano que se regulaba a sí mismo como competente. Las sanciones resultaban los silencios, los premios eran las tutelas.
Y ocurrió un día, de verdad, que la razón de la palabra intervino en todos los negocios florecientes, e hizo justicia. La mutua repercusión de las frutas. Y en el centro del bosque. En la azotea de Moguer. Buscando los anillos.
Mientras paseaba con la nube que tiene forma de poema alejandrino y escuchaba a la tía Juana, aprendí que el respeto es la base de la razón de la palabra. El respeto es veneración, pero también deferencia. Dejemos la ostentación para los necios.