AQUÍ, junto a la encina que tiene forma de alma, discuto con
Anaxímenes. Es un poco cabezón y ama en demasía al aire. Teofrasto le ha echado
en cara, en varias ocasiones, su frialdad y su cariz. Pero lo paso muy bien con
él. Cuando se pone a hablar del alma-aliento los rabilargos atónitos
acuden junto al tronco. En cambio, si enumera las condiciones del aire cósmico, son los insectos los que
nos persiguen.
Cada día tengo la barba más blanca. Arranco los pelos con las manos y voy dejando calvas que son los huecos de la salvación. Recuerdo la charla en Barcelona casi todos los días. Aquellos en los que puedo respirar el aire y arrojar una parte de aliento al pasado, lo que no existe.
Un golpe de viento impide que sigamos la conversación. Entramos en casa. Me acuerdo de tu boca. La manera fugaz de descifrar aquello se puede entender.
Hay poetas barrocos y no poetas barrocos. A los primeros admiro. A los segundos no justifico. Son como esa versión inacabada de la propia condensación del aire. Como nuestra alma, que es aire, nos mantiene unidos, así el viento envuelve a todo el mundo. No acaba nunca Anaxímenes. Es terco y obstinado.
La flor de la encina vuelve a ensuciarlo todo. Comienza a llover y el porche se pone amarillento. Este viento mancha la continuidad, los hallazgos. En Barcelona descubrí la soledad y el silencio ejercitado, eran las variaciones en el estado de la poesía más pura. Dominé los placeres y los deseos. No apareció ni un solo poeta barroco. Eran los no poetas aquellos que pisaban las aceras.
El filósofo se marcha por la puerta que nunca determina. Mira para atrás y le hago una reverencia cursi. Sonríe y suspira. Un poco de alma-aliento a esta hora de la noche concibe la naturaleza como manifestación poética.
Corro a buscar un libro de Quevedo. Están junto a los de Góngora y Lope. En las estanterías amarillas. No hablo de leyes, discuto de poesía pero me sigo acordando de tu boca.