AUNQUE la mayoría de los textos que configuran Fábula están escritos entre los años
ochenta y los noventa, no puedo negar que la muerte de mi madre ha provocado un
trastorno visceral y equidistante. Lo ha desconfigurado todo.
No me reprimo, no puedo hacerlo. Leo a Platón, a Leopardi, a Hölderlin, a Rilke. A Novalis lo dejo para las discusiones. Las mismas que mantenemos don Nicanor y un pobre aprendiz de la nostalgia.
Abrazo a Manu, a Jorge le recrimino sus actitudes palaciegas (él sabrá) y a Natalia le digo que en la tele está muy guapa. Simplemente eso. Madrid en primavera es un ardor incierto y primitivo. ¡Qué maravilla!
Llevo toda la vida llamando a mi madre por la noche, en la naturaleza. Y la naturaleza me dice que el teléfono no existe y que en la casa que habitaba ahora viven las sombras. ¡Qué descarado! Un misterio que nunca resolveré y una gota en el vaso que rebosa. Los primitivos flamencos. Los aduladores. Los inciertos.
Respiro humo y polución. Viajo con mi maleta de colores (el regalo de María) hasta el hotel que está cerca de Atocha. Una argentina muy bella me hace el check out. Ya no tiemblo, desespero.
Me piden poemas y respondo que no tengo, que el poeta no fabrica, crea. Lo hago con pasión, con desencanto, con desconcierto. Hablo conmigo mismo de los muertos y a los vivos los dejo para mañana. Se hace tarde y tengo frío. El mismo frío que tenía mi madre el día de su muerte. La tapé con la colcha, con aquella colcha blanca que indicaba servicio andaluz de salud.
Tembló mientras negaba. Con su rostro asentía, desesperaba. Llegaba su hora y lo sabía. Nunca aprendió a soñar. Es muy tarde y hace frío. ¡Has destrozado mi vida y lo sabes!