viernes, 6 de julio de 2012

La cavatina


EN todas las casitas verdes o blancas que habitan las encinas y los acebuches han anidado los pájaros. No ha sido un mal sueño. La vida por encima de las posibilidades reales. Una antigua foto junto a mi madre hace pensar en la muerte. Lo que ahora es mañana dejará de ser. Y las casas de pájaros acabarán vacías. Todo toca a despedida.

Paseo junto a la entrada del centro. El pilón se ha rodeado de lavanda y romero. Una casa verde ha caído al suelo. Dentro los restos de un nido y huevos diminutos y rotos. Las hormigas tienen las bocas llenas de plumas.

“Las bodas de Fígaro” suena alto. Si tuviera delante a Barbarina le recitaría un poema de Novalis. La tomaría de la cintura en el fandango del final del acto tercero. Hablaría al oído con eco, el Ecco la marcia.

Cada día leo un poema de Parra. Uno diferente. Ya he dado la vuelta a sus versos en varias ocasiones. Hay una obertura de sonidos junto al centro. Los pájaros, el golpe del agua mientras cae al recinto cerrado del pilón, el perro del vecino que ladra a los gatos y a las ranas. No hay estruendos, ni señales. Sigo teniendo fe en la lírica clásica. Aquella que lamenta los encuentros entre la desfachatez y el odio.

He perdido lo que tenía que perder. He ganado un final algo triste pero acompasado. Mi vida es un aria (La cavatina).

Descanso en el sofá y miro la pared a la luz de unas velas. Los cuadros están torcidos pero ya no me levanto a corregir la simetría. Los timbales, los violines, clarinetes, fagotes, flautas. Los argumentos sinfónicos mantienen la estructura del libro de poemas que tengo entre las manos. Del mismo libro de siempre.

El centro del bosque está vacío. Hay soledad pero no hay silencio. He perdido. Se prohíbe el acceso. A lo lejos viene el conde de Almaviva junto a Antonio, el jardinero.