lunes, 5 de julio de 2010

Cadión (Elogio de la Irreverencia LII)



Un día de verano cualquiera. Un momento diferente a los instantes vulgares de la cotidianidad. El calor es sofocante y la ropa se queda pegada en el cuerpo. Ni siquiera notas las picaduras de los insectos. El porte abruma y la piel se sonroja. Nunca de risa, sino de agravio.

Los agravios comparativos determinan justicia. Esa justicia mutua. Pasar calor no es lo mismo que sentir mal espíritu. Nos venimos abajo, dejamos de hacer cosas por culpa del agravio.

Hoy dice la tele que el agravio se ha plantado en las Azores, y aunque llueva en media España, en la otra media sufriremos los efectos de la ofensa, de la culpa.

Nunca ha sido tan cierto el perjuicio. Humillación, menosprecio. Debemos defender los intereses generales, los particulares serán recordados a perpetuidad.

Ahora sopla el levante. ¡Cuánto daría por un poquito de poniente! Una mijita de . Un soplío. Resarcir lo producido. Compensar los efectos provocados por un viento de muerte.

Y dios se ha tirado en el sofá con el ventilador sobre su cabeza. Le he dicho, “¡Ten cuidadito con la paloma, no se vaya a hacer daño con las aspas!” Y ha sonreído. Entre dientes ha mencionado algo así como “Cabrón, serás cabrón”.

El centro de acción del agravio es su propio dinamismo. Su estanqueidad, el sopor.

El calor limpia las culpas. Sudamos y eliminamos vergüenzas, recuerdos, limitaciones.

Ante el calor sonrisa, y mucho líquido. Un agravio deshidratado se convierte en borrasca.