martes, 6 de julio de 2010

Cadión (Elogio de la Irreverencia LIII)



Los poetas son como las rubias. Si se tiñen de rubio dan el pego, pero al cabo de los días van apareciendo los cabellos originales, de color oscuro. Entonces ya no sabes si escriben o recitan. Si ríen o lloran.

A la vista puede resultar atractivo. Al oído también. Apenas escuchas lo que dicen, sólo te fijas en los cabellos y en la belleza exterior.

Hay poetas de este país que se han realizado innumerables operaciones de cirugía estética. Tengo tantos nombres en la cabeza que hasta dios recuerda a algunos. Incluso los conoce. Más de uno ha pasado por Siltolá.

No es malo recomponerse, lo terrible es superponerse.

La operación de pechos es comparable al poeta que pidió por los reyes una enciclopedia y un diccionario etimológico. Decía que así podía estar más actualizado, llenar sus versos de vocablos cultos, y solicitar ayuda a un tal Casares o a una tal María Moliner.

Ahora que está de moda la operación de labios, recuerdo una mujer que escribía versos. En un recital reciente sus labios eran tan horrorosos que acabó por comerse el micro. Naturalmente los intrépidos oyentes, presentes en la sala, le hicimos el favor de apartarle el elemento de los carnosos y sugestivos, pero falsos, labios.

Ni pechos, ni labios, ni siquiera un cabello rubio. La belleza interior es exclusivamente una, personal y transferible a los lectores.

En una ocasión un poeta muy feo me preguntó porqué escribía poemas. Y le respondí, “Me encantan las gambas y el jamón serrano”.