martes, 20 de julio de 2010

Cadión (Elogio de la Irreverencia LXII)



El deseo de mal al prójimo es algo muy personal. Tan único como el verso hilado. A los cabrones del remordimiento hay que ponerlos en su sitio, aunque cueste destrozar la paciencia.

Los poetas son disidentes, del espacio y del tiempo. Todo lo que sobra estremece. Por eso es conveniente apostolizar.

Los médicos dicen que dios está muy mal, muy malito. “Su padre está muy malito”. Hoy es más hombre que nadie. Entro a verlo y observo máquinas y tubos. Vuelvo a oír su respiración mecánica.

Nunca he deseado el mal de dios, ni siquiera lo he imaginado. Quedo huérfano de compañía. Atrás quedaron los MM en el porche y las peleas con el jardinero.

Se ha abierto un vacío inmenso en mi interior. Un hueco como el que dejaron los poetas del cincuenta.

No tengo ganas de leer, no puedo hablar apenas. Recuerdo el primer encuentro y su visita. ¡Qué mierda!

Me riñen por unos proyectos literarios de Siltolá, y me dicen que hay nombres importantes, muy importantes. ¿Son tan importantes? ¿Dónde comienza la importancia y acaba la dulzura?

Los nombres importantes me resbalan. Cuando mueran, dejarán de ser importantes, de eso estoy seguro. Y dios haría lo mismo que yo. Lo mismo.

Tal vez, esos que hablan a oscuras y en la noche, deberán recordar que Siltolá es una isla, una forma de vida, un encuentro. No es remordimiento ni grandeza.

No se puede desear el mal a la poesía, aunque a veces sea mala. La paciencia la gasto con derroches, y sin estremecimientos.