jueves, 22 de julio de 2010

Cadión (Elogio de la Irreverencia LXIV)



Las manos me huelen a cloro. No mido las porciones, ni siquiera las distancias. He inundado la piscina de pastillas de cloro. No sé actuar. No soy consecuente.

María
tiene 19 años. Trabaja de teleoperadora y cobra seiscientos euros al mes. Realiza horas extras los fines de semana para criar a su hijo de dos años que vive con su madre. El padre del niño salió corriendo una vez, y aún le esperan. Por las tardes María ejerce la prostitución en un hostal de mala muerte. Se droga para olvidar. Se droga para no pensar.

Su hijo vive permanentemente con la abuela. Le traslada cariño pero ella se castiga por el hecho.

Lola es un poco más joven que María. Hija de una familia de la clase media acomodada. Su padre le acaba de regalar un coche deportivo. Tiene muchas amigas. Usa el Tuenti. Le quieren. Lola ha abortado dos veces. Una hace un par de años y otra recientemente.

La ley del aborto no la comparto. Entiendo el aborto en unas circunstancias concretas y tras estudios de los profesionales. Los dieciséis años me parecen una locura. Busco ofensas con clase para no llamar de una forma a Zapatero ni de otra a la Bibi (por mucho que sea paisana) pero no las encuentro.

Zapatero es como Pushkin y Bibiana es como Onegin. ¡Menudo duelo!

Ridao me dice que hoy ha visto en la playa a un lector empedernido de libros con los diarios de Trapiello. Tenía arte la cosa porque al acercarse ha descubierto que aunque las tapas eran del poeta, el interior era de Interviú. ¡Lo que inventan algunos! Nadie lee en la playa.

El olor a cloro es insoportable. Ya llega hasta las entrañas. Me baño para limpiarme pero no consigo apartarlo. ¡Menuda tontería! Una vida y un sentido. Dos abortos y una eternidad.

¡Si dios estuviera conmigo! –me repito-. No encuentro respuesta, sólo sacrilegios. Ridao tiene razón, y mi vida un enorme olor a cloro.