jueves, 15 de julio de 2010

Cadión (Elogio de la Irreverencia LVIII)



Esto va llegando a su fin. Entre la vanidad de García Martín y el desatino de algún otro poeta, me olvido de las palabras de dios. El único, el grande, uno y trino como los rabilargos. Esto se acaba. Cadión regresa a La Caleta. Enterrado en la brillante arena salpicada de gaviotas celestes.

Set era la clave de la historia. Dice dios que tenía preparado un inicio alternativo a la creación. Se arrepiente de haber tomado la costilla para hacer irrumpir a la mujer en una historia donde el final comenzó con su propia aparición. Está muy arrepentido. Ahora que vive entre nosotros piensa que se lo pasa mejor con los hombres. Pero esto suele ocurrir por ignorancia.

Set fue siempre la clave, la llave. Apenas hemos dado importancia a un nombre. Set y Enós siguieron. Ellos fueron la creación alternativa, fruto de ella, el resultado, una imperfección manifiesta y un derroche de vanidad en la poesía.

Set nos salvará del mundo femenino. Enós de las víboras. Todavía se escucha el leve canto junto a la encina. Descubrió dios quien era realmente cuando oyó su nombre por primera vez, cuando se entiende a sí mismo.

Hace tanto tiempo que ocurrió todo esto y parece que fue ayer. Lo escucho relatar nuestro principio con verdadero entusiasmo. Apura el MM, y hasta fuma un puro, regalo de una boda a la que nunca acudo.

Hoy ha sido un día muy poético. Repleto de vanidad. Abelardo, Iwasaki, Badosa. Algunos que toman el verano para engañarse de un descanso incierto. Desde que vivo con dios veo a la mujer con otros ojos. Con ojos vanidosos. Ojos poéticos.

Le he pedido a dios que se marche. Ahora debo partir. Las cenizas de Cadión hay que repartirlas por La Caleta. Intenta justificar el principio de eternidad, y le abucheo. ¡Escusas! Tiempo. Todo es cuestión de tiempo. Repite desairadamente que aún le quedan muchas cosas por contar. Manifestaciones de un error, de una culpa. Único culpable de esta creación.

Los reptiles se comen los higos. Han dejado seca la higuera y aún no están dulces. ¡Se lo comen todo! Le he vuelto a repetir aquello de que tenga cuidado con la paloma, no vaya a ser un bocado exquisito. Y me ha vuelto a mirar con ojos de cobarde. Con ojos de poeta vanidoso. Con ojos de rabilargo.