No me gustan las cruzadas en defensa de un escritor. Generalmente no suelen ser literarias. Más bien son ideológicas y políticas. Y hacen mucho daño a la propia literatura. Nos fijamos en hechos concretos y puntuales, y apartamos de nuestro camino la esencia de las letras.
Cuando existe esa rivalidad dialéctica entre dos o más autores, uno suele sacar sus armas, y el otro sus letras. Pero ambos quedan condenados al silencio impuro. A la vulgaridad. La clase suele estar en la omisión mutua.
La religión, al igual que la política, debe estar muy lejos de la literatura. Que yo sepa dios no ha escrito nunca un libro. Satanás tampoco. Y entre ellos han conseguido poco, literariamente hablando. La influencia es un gen extinto y poco recomendable. Y el cuerpo de lecturas es grandeza, pero también es omisión.
Cuando María Zambrano nos invitaba a adentrarnos en la espesura del bosque, nos guiaba de la mano hacia el silencio, a la pureza. Incluso recalcaba que debíamos entrar más adentro. Novalis escribía que aunque buscamos por todas las partes posibles el infinito, no encontrábamos más que cosas. Eran los ojos de Pound, era su mirada. Todo no está permitido, no puede estarlo. Y hay que dar ejemplo de sinceridad y literatura. La claridad viene del cielo, no lo olvides. Pero del cielo que vemos y tocamos. Del color azul mágico, de nuestra ilusión.