SOBRE el árbol de dios ha anidado una familia de
verdecillos. Suenan sus cantos junto al porche mientras leía a Parra y a
Platón.
La musicalidad me ha desvelado historias, hasta he dejado de preguntarme dónde están los poetas. En Sevilla no hay poetas, ninguno. Cómo iban a estar si no son.
Mi pregunta se hacía al mundo. ¿Inquietudes? No, verdades. Incorporaciones. He cambiado de espacio el cenicero, estaba en la derecha y lo he puesto a la izquierda. Mientras unos sueñan con pertenecer (de pleno derecho) a una patética Academia de Buenas Letras y otros imitan a Menéndez Pelayo sin ser Menéndez ni Pelayo (esto es no tener ni puñetera idea), ¿dónde están los poetas?
He vuelto a cambiar el cenicero de lugar. Lo he arrojado al suelo y se ha roto. Solo la destrucción nos salva del abismo. No están porque no son.
Me han defraudado las memorias de P.S. ¿Qué edad tiene el poeta para hablar de la guerra y la posguerra? El entorno rural es como el cenicero, hay que recomponerse. Pero sus fragmentos esparcidos por el suelo pueden cortar. De fondo la música de los verdecillos. Por la ventana entra el temblor y la distancia.
Con la razón de la palabra y el cenicero hecho añicos puedo buscar un nombre. Llevo varios meses intentando comenzar un libro de poemas, hoy ha salido el título. Ya tiene nombre y apellidos. No hay versos. No hacen falta. No hay poetas, hay ceniceros.
Un paso de gigantes y la sombra de la vitrina que oculta algo la luz. Vuelvo a leer el capítulo VI de El Quijote. Es el centro, Parménides. Descubrirás la magia si escarbas en la tierra, si el filo de las uñas se mancha y oscurece.
Ahora llega la luz, el canto de unos verdecillos y las colillas por el suelo. ¿Dónde está el cenicero? Con los poetas que ni son ni aparecen. La ceniza literaria de Sevilla.