HA
dejado de oler a crisantemos. La fuerza del agua de lluvia ha destruido todo
cuanto crecía, todo cuanto negaba. Se han marchado los animales, las nubes
pasan muy deprisa. Los pájaros han arrojado al suelo mi figura.
He perdido media vida consignando recuerdos, la otra media se quedó en Puerto Real, en Moguer, en Barcelona. Todas esas ciudades llenaron el centro de mi círculo, la esfera mágica que olía a crisantemos.
Unos amigos han tomado el café con las sombras. He servido el encuentro con el libro de González en las manos. Agachaba la vista mientras el olor de la tierra ocupaba el ambiente. Hay hormigas por el suelo, arañas en las cortinas, gusanos en el alma.
Todos los hombres buscan el alimento en la naturaleza. El alimento es la esencia de los versos, despedirse de dios cuando se ha ido, invocar a los muertos que aparecen en un confuso laberinto de figuras y nombres. El alimento es la norma, la paciencia colmada.
Suena de nuevo Delibes. Reconozco esa música, esas flores, esas voces. Has mentido, estar cerca nunca significó escribir poesía. Ahora recuerdo la lectura en el porche de la piscina: el rabilargo, los gatos, el jardinero, la sombra del árbol de dios, el movimiento de las ramas de la encina. Todo es lo que parece, lo que fue un día.
Voy metiendo los libros en las cajas. Miro a Pérez Galdós sobre mi cabeza. El humo sigue buscando el hueco de salvación aunque los pájaros que se marcharon dejaron poco espacio, el movimiento oscilante evitó la ubicación.
Se apagan las llamas de la velas. Se derrite el hielo. Los cuadernos marrones están mojados. Siempre queda la naturaleza aunque mueran los hombres. Siempre queda la poesía aunque exista la luz artificial.
Todo cuanto sé lo debo a la palabra, y la palabra es la naturaleza, el alimento que está exento de humo y de desvíos.