Porfirio y Boecio permanecen en el porche junto a las
cabras. Han llegado tarde. Boecio seguía triste: nada es necesario, nada nos
satisface, todo es despreciable. Mientras hablan y sonríen los rumiantes
escuchan embobados.
En la contemplación nace el misterio, la palabra más íntima, la justa consecuencia. Todo cuanto se observa engrandece la sien. El espacio perfecto de la frente, la multiplicación de la discordia. Habla Fernando a lo lejos. Cita a autores que nunca he escuchado, revive la vida de los mismos muertos.
La razón de la palabra gobierna la naturaleza. Lo hace con una doctrina cierta y en el orden. La perfecta posesión de su propio sentido, la palabra indudable, el centro justo y auténtico.
Hace calor y ya no es tarde. Han crecido las llamas de las velas. El hielo se derrite en el vaso. Ladra un perro y no defino el espacio ni el encuentro.
Debemos ser animales para estar en el centro. Animales múltiples. Burros, cabras, perros. Esa es la gran cultura, la mejor definición de eternidad. El animal es la lógica, las vacaciones de dios, la palabra junta y de una vez.
En la razón de la palabra todos somos un árbol. Consejos, fragmentos, buscamos el alimento en la palabra y ella otorga razón. Sensibles, animados, racionales. ¿Racionales? Dualismo metafísico. Un verso encriptado en la corteza de la encina.
Últimamente dejo el cuaderno marrón en el hueco del acebuche, donde habitaba la comadreja. En el espacio que existe entre tu sonrisa y la sustancia. Debemos escuchar, abrir los ojos, oler la tierra mojada, la hierba dulce que engaña a sus raíces con la visión del árbol.
Pido consejo a Abel. No escucha. No ve. No observa. Puede tener razón. Los seres animados y racionales a veces permanecen en suspenso, como la razón de la palabra en pleno desarrollo, sin alma ni clasificación.
Porfirio y Boecio han acudido al árbol de dios para oír, ver, respirar. Las cabras permanecen en el porche. Suspensas y admiradas.