Mauricio es como un primer amor al que intentas conquistar con la palabra, pero resulta que él te acaba conmoviendo, sin esa necesidad de los juegos y virutas propios de los enamorados. A mi primera novia la veía los lunes. Quedaba con ella en un banco del instituto y hablábamos del fin de semana. Vivíamos en localidades separadas y la distancia acusaba una imposición que se convertía en límite.
No paraba de hablar hasta que el timbre que anunciaba el comienzo de las clases sonaba retumbando. Íbamos al aula juntos. Ella se sentaba justo delante, con una amiga. Yo detrás, solo. Cada vez que volvía la cabeza recordaba su rostro en los apuntes.
La arquitectura de la construcción literaria debe ser vida. El reflejo de todo cuando hemos vivido y hemos dejado de hacer. Sin los recuerdos es imposible plasmar la inteligencia.
Me he reído mucho con Mauricio. Ha vivido a lo grande y a lo pequeño. Ha sufrido, ha enfermado e incluso, ha sentido la necesidad de la soledad en los instantes de aturdimiento.
Cuando Loreto falleció acudí a su casa. Ante su cuerpo inerte recité tres poemas que dejé allí, en esa cama gris e inanimada. Salí pitando, con las gafas de sol y un deseo de venganza que nadie reconoce.
He vuelto a ver a Loreto en múltiples ocasiones. Y era ella. Debía decirme cosas y sobre todo, dar las gracias por esos poemas que escuchó en silencio.
Dice Mauricio verdades como puños, pero que no logramos ignorar. Permanecen. En Barcelona hace un calor sofocante.
Aparece una mosca dentro del taxi. Viene pidiendo paso. Intento atraparla con la mano pero escapa. Me ha sacado la lengua. Tomo la palabra y a menos de un metro disparo. Ha caído sobre el asiento. La muerte y la soledad nos acompañan. Es nuestra arquitectura. La única verdad, la condición de hombre.