Todo suena tan grande como esos ojos que reflejan los pensamientos. Interpreto palabras, matices, formas de vida incierta y un profundo desprecio hacia este huerto que el verano no deja madurar. Entre la falta de agua y la falsedad de esos amigos que me irritan, han salido unos cuantos pimientos, dos calabacines y algunas patatas. Si debo vivir de hambre moriré de grandeza. Deseo la lluvia, mirar tus ojos y correr como un ladrón que escapa sin su presa.
Recibo correos de Luis Alberto, de Jorge, de José Luis, de Aurora, de Rafa, de Fernando, de Elías y Alfredo… El móvil hace un extraño sonido cada vez que llega uno, y hoy he estado en un concierto. ¡Son tantos que me abrumo! La bandeja de entrada se incrementa por momentos y ando sin ordenador por un Madrid que aburre de día y acompaña de noche. ¿Lo has olvidado?
Sobre la cama del hotel veo murciélagos y polillas, no hay vicio. Es mi mente la que disminuye. Ya nadie entiende.
Juana era la tía de mi padre. Organizó, cuando tenía tres años, la boda. Aquella celebración que repito en los libros y en los versos. Un mocoso con alas, un balón en las manos y tres soldados de plástico verde. Me citó en aquel patio, junto a las pilistras. Era el caserón de Marqués de Comillas, en Puerto Real. Estaba con una niña que jugaba con muñecas y vestía de blanco riguroso. Nos cogió de la mano e inventó un sacrilegio que hoy sigue dando la lata.
Nunca comprenderé lo que quería la tía. Aquello que entendí fueron las galletas que mi padre me atizó al volver hacia casa.
Desde entonces a Juana la veía como a una bruja. El negro de su ropa, el moño y las horquillas en ese pelo gris, una sonrisa dulce como la de un ángel negro repartiendo flores. A su muerte, me olvidé para siempre de todos los desvíos.
Una tarde hace años, hace ya varios años, la encontré en el trayecto de un autobús de línea. Sin cortarme un pimiento, me dirigí hacia ella. Le pregunté por una calle de Sevilla. Respondió a mi consulta con gusto y con apremio. Hasta facilitó detalles de vías colindantes. No era la tía. Era igual pero distinta. Tenía su rostro, su pelo, su color de porcelana vieja. Su voz era más grave, su mirada sombría.
Dentro del autobús recibí una lección de espiritismo. Mi corazón se puso a ciento treinta en un instante. Me despedí correcto, di las gracias al cielo y a ella y corrí. Desde entonces no he parado. Fue la primera vez. No ha sido la última.
Al bajar del vehículo entendí que la esencia se manifiesta en trances, como si nuestra vida fuera un efecto de vacaciones sin destino. Mientras vivía con dios intenté, en dos momentos, que respondiera a esto. Nunca lo hizo. Miraba como un ángel y se comportaba como un diablo de tres años, con alas, un balón bajo el brazo y tres soldados de plástico verde.