sábado, 27 de agosto de 2011

29 (Veintinueve)



“De tanto amarse, él mismo se asesinó”. Lo decía Meredith en El egoísta. Leo la edición de Emecé de 1945, argentina. Traducida penosamente por Eugenio Díaz del Castillo. De una página a otra sin encontrar el sentido que el autor de Portsmouth transmitía. Se deja entrever. Vuelvo a la lengua de origen en el Kindle. Apasiona.

Cierro los ojos y recuerdo a María. Era diez años mayor pero estudiaba lo mismo. Se interesó por los libros cuando su vida estaba resuelta. Vivía en un barrio residencial de las afueras, un barrio humilde. Ella vestía de princesa y hablaba con la boca pequeña. ¿Humilde o egoísta? Llevo unas semanas redactando un texto al que deseo titular “El egoísta”, pido permiso a Meredith aunque es Barrie quien lo otorga. Siempre responde Barrie.

Desde hace unos meses, cuando los clásicos han llenado la pasión, tomo los libros de poesía de José Luis Piquero. Su poesía me apasiona, es auténtica, verdadera, como la edición original de Meredith. Su tiempo es de otro mundo, su poesía contiene los ingredientes que pocos poetas pueden descubrir.

Hace frío a esta hora de la noche. He colgado un cartel en la puerta invitando a las sombras a que pasen de largo. Estoy muy cansado. Dice Mauricio que utilizó la luz oriental para colorear el estilo de Chandala Sûtra. Y esa luz la observo, la encuentro muchos días en el sol de este sur que tanto aburre.

Me gustaba como olía María, sus cremas debían ser caras (eso pensaba en el momento). Su piel era egoísta, las absorbía todas. Recito un verso de Piquero y otro de Catulo. Todos los ojos están en el espíritu. He retirado el cartel de la puerta. Necesito a los fantasmas, un estado de locura, reconocer que el amor es eterno mientras dura. Necesito llorar y abandonar el mundo.

Odio a los seres tristes, a los reflejos, solo estremece la rebeldía, el desconcierto. Suena el teléfono, hay llamada de Chile a estas horas. "Diga don Nicanor..."