En Madrid hace calor. Me acerco a Sol y allí no hay indignados, hay cabezones, barbudos, hombres de mala fe y fortuna deshilada. Lo que podría haber sido nunca será. Y es que ya lo dijo mi madre: “Si debes escuchar, no hables primero”.
Una noche flamenca de arte a rebosar y la rabia contenida por la triste madrugada y el sopor de las calles de un Madrid semivacío y triste.
Me acuesto y me levanto. Un vaso de agua, un cigarrillo. Cierro los ojos y veo a un murciélago y a una polilla. Siempre ocurre lo mismo. Nunca es igual, pero siempre es así. El murciélago tiene la cara del presidente de una comunidad pasada (más feo que un vaso de agua caliente), y la polilla el rostro de su esposa (más cursi que la patata pelada), la primera dama. Ya me referí a ellos una vez aquí.
Unos amigos llaman desde Huelva. Desde aquella urbanización donde veraneé unos años y a la que nunca acudiré (ahora se ha convertido en el convento de San Bartolomé de las Casas). El famoso presidente (el murciélago), acompañado de su primera dama, la polilla, ha prohibido los cantes, los bailes, los saraos, las simplezas, el veraneo. Están tristes, sorprendidos.
No hay que molestarse. A los murciélagos se les arroja un poco de insecticida y a las polillas las matas con las chanclas.
Bienaventurados los amigos del murciélago y la polilla porque seguirán siendo gilipollas.
Bienaventurados los que realizan un sobrio régimen de adelgazamiento porque acabarán como ellos, gilipollas y manidos.
Bienaventurados los que resistan y bailen y canten, porque ellos verán a dios.
Bienaventurados los que siguen siendo tristes, porque serán los futuros presidentes.