sábado, 8 de octubre de 2011

70 (Setenta)



He almorzado con Barrie. Hemos pedido platos sugestivos y fáciles. Hablamos de poesía, de letras, de cultura. Cuando le hincaba el diente a un gran trozo de carne, recibió una llamada. Era Woolf, Virginia presumía de sus ojos tan tristes, de la tez apagada, de su cuello elegante.

Levantó la cabeza de forma majestuosa y dijo: “Hoy día el autor joven que posea destreza en los moldes clásicos en poesía será considerado como una gran promesa. Lo mismo da que lo diga G.M. o C. XVIII. Así nos encontramos a figuras de acierto –nunca de desconcierto- como R. O., C. J., E. M. o L. M.”.

Si la Woolf levantará de verdad la cabeza la agacharía tan pronto como el mismísimo Barrie.

James Matthew, al que siempre llamo Jaime –en honor a mi hijo-, habla de la generación de bronce, no de plata. Estamos en el peor momento de la poesía española contemporánea, digan lo que digan. Aunque lo digan ellos. ¿Y quién son ellos realmente?

Don Nicanor no dice nada. Está enfermo, muy enfermo. Debo reconocer que he tenido esa ilusión óptica de alivio ante la Literatura. Pero estos suecos son fríos, como lo son los versos de concesión del Nobel de Tomas Tranströmer. Don Nicanor llega a su última etapa, y no reconocerán la calidez de su obra.

Dicen que el frío conserva y el calor mata. ¡Estemos todos muertos! Se prefiere el hermetismo a la templanza y la libertad.

Descanse usted en paz. Don Nicanor deje de leer basura y céntrese en lo suyo, que es lo de todos. Los fantasmas vendrán de madrugada y debe estar preparado. Hoy he sentido rabia, su voz agonizante era mucho más rica que la de todos los nórdicos juntos.

Barrie ha pedido postre. No ha tenido bastante con los platos y deseaba una terminación acorde al almuerzo. He invitado a café a Virginia ante la atenta mirada de las jóvenes promesas que en un momento de la conversación han preguntado: “¿Y este Jaime, es tu hijo?”.