Cuando se escribe algo nunca se hace considerando a los demás. No pienso en nadie, el término demás es demasía, y tanta gente junta cansa. No escribo para ser leído, ni siquiera para contradecir una opinión. Solo hay un desarrollo, un cúmulo de efectos que persisten, el revuelo de la golondrina en busca de su nido (que siempre es agitación), y recoger ideas como las hojas secas que pierden su dulzura.
No escribo para nadie. No quiero que me lean. Mil veces he tachado lo que podría haber sido. Lo que será no existe.
Leo lo que deseo leer. Hablo con mis pocos amigos y sobre todo escucho. Procuro ser cortés sin cortesía, amable sin ser afable, justo sin ser cabal.
El mundo me resbala, las personas me excitan (alegría o enojo), los pájaros me pierden. Miro con otros ojos, es la histeriagrafía.
Barrie, de vez en cuando, me hace feliz cuando repite que no existo. Es la mayor gratificación, mirarme en el espejo y encontrar una sombra que no deja pasar la luz ni la defensa.
Cuando escribo algo no quiero que nadie ni demás lo hagan suyo; lo mío es nada y ni siquiera es mío.
Si piensas que conoces, que percibes, te muestro mi agradecimiento que es virtud, y vuelvo a mirarme en el espejo. ¿Qué he hecho mal? Osados los que entienden pues serán ilegítimos. Sócrates en cambio sigue enfadado por el revuelo, la manifestación y el ruido. Y es que demás son muchos y lo abundante nunca es preciso.
Si consideras que sabes no me conoces. ¿Acaso importa de verdad? Desde luego nadie dice que nada se parece, y tú (el tú es el yo y es también el nosotros) no consideras.