Había un perro pequeño y blanco junto a la encina grande. La que tiene bellotas puntiagudas. Pensé por un momento que Snoopy visitaba la casa de las tejas rojas. Pero era más vulgar: no tenía orejas negras ni una máquina de escribir junto al cielo.
El perro se sentó bajo la sombra del árbol majestuoso. Lamía sus patas y cerraba los ojos. No llegué a hacerle caso. Cuando volví a entrar en casa escuché un susurro en sextinas, también en octavas reales. Era la voz de Enrique de Villena conversando con Francisco Imperial.
¿Qué le ha pasado al perro? A veces lo común deja de ser así y se convierte en grandeza, en descubrimiento.
Muy cerca de la encina, donde las plantas aromáticas invaden el espacio, se encuentra la entrada al laberinto. Solo observas la puerta. Tiene una buganvilla.
Dicen que el perro ha entrado en el laberinto. Hoy no voy a sacarlo. Ayer entraron los tres gatos pequeños y perdí mucho tiempo. Es impropio de las personas cultas perder su tiempo, sobre todo si lo que hay que salvar no tiene línea, ni tono, ni registro.