Días antes del fallecimiento de mi padre acudí en su compañía a Isla Cristina. Paseamos en barco, almorzamos juntos y hablamos todo lo que no habíamos conversado años atrás. Cuando la muerte toca en el hombro al ser humano su espíritu cambia, se vuelve vulnerable y hablador.
Me regaló un bastón de madera que conservo en el mueble, junto a los bastones que he ido adquiriendo con el tiempo y servirán de apoyo a mi cojera. Hoy tomo la vara entre las manos y cierro los ojos.
El bastón es feo, modesto, basto. He expulsado con él a los gatos que intentaban entrar en casa. Es una protección, el origen más afable de nuestra resistencia.
Mi padre me dijo que la amistad la descubriría a la hora de mi propia muerte. En la vida los que crees tus amigos se van alejando con el tiempo. Intentas preguntar, contradecir, buscar explicaciones a este hecho. No lo alcanzas a ver. Jamás.
Sócrates y el sentido común griego afirmaban que la amistad o afinidad (philìa) no es firme casi nunca. La reciprocidad no es un término aplicable al ser humano. Lo semejante nunca será arrebatador y acabará contrario.
Hemos confundido amistad, con deseo y con amor. Cambiamos, perdemos sensaciones, nadie sabe el futuro que le espera. La muerte no es un mito.
Vuelve a hacerse tarde. La naturaleza es indeterminación, belleza. El bastón es una de las cosas más excelentes que me han regalado. No dispone de azar, no entiende de literatura, ni de amistad. Es una madera harmoniosa. La ingenuidad de los objetos es la mejor de las virtudes, la justicia.
La admiración hacia el bastón es el nacimiento de la filosofía que enseñó mi padre, a la que sumo siempre la de Platón en el Epinomis: “Seguir siempre la misma ruta es una muestra de inteligencia”.