sábado, 14 de agosto de 2010

El comunero infiel



Hace años conocí una comunidad de vecinos muy peculiar. Personas normales que habitaban sin miedo, y un presidente que cobraba por realizar sus funciones. Una asamblea había permitido que el elemento recibiera unos honorarios por sus labores. Sus actos eran los propios de un cargo honorífico, lo que cada vecino de manera puntual debe realizar.

La piscina de la urbanización estaba destrozada. Las teselas faltaban, el agua turbia, un enorme olor a cloro. Incluso si te sumergías en la gloria el bañador cambiaba de color.

Todos los días, tempranito, el señor presidente y la primera dama se hacían unos largos en el estanque ante la mirada perpleja del resto de vecinos. Como un Fraga en Palomares, pero a lo bestia.

Poco a poco fue cambiando los elementos comunes de la urbanización a su imagen y semejanza. La primera dama aportaba su grano de arena manido. Los vecinos llegaron a dudar si era su casa o si habitaban en el sueño de los justos.

Cerró la puerta de entrada, modificó los horarios de juego, cambió el mobiliario, hasta la jardinería fue sustituida por espinos punzantes y verdes. Prohibió las visitas de los no residentes y hasta inventó un himno comunero.

Cuando algún propietario se enfrentaba al cargo electo, respondía airado bajo la atenta mirada de su señora: “¡Esto es Cádiz, y aquí hay que mamar!”.

Y así pasaron los años hasta que llegó el bicentenario. El pobre presidente viejo y arrugado fue perdiendo fuerza, que no poder.

Un día llegó a la comunidad una joven morena muy bien dotada. Los vecinos corrieron a casa del señor presidente. Lo arrojaron a la piscina con una horma de su zapato atada al cuello. Y todos dieron la bienvenida a la nueva presidenta:

-“¡Adiós cojones, hola chocho!”.