No hay nada más ordinario que hacer un crucero. La verdad. Te secuestran en un camarote, con o sin vistas, debes comer a la hora que ellos digan, donde ellos digan, con quien ellos digan, lo que ellos digan y servidos por quien te toque.
Si deseas marcha debes acudir a unas salas inmensas, donde los niños duermen en los tresillos, los padres gilipollas sonríen, y la música o el espectáculo que representan es de los años cincuenta. Y todos ríen, se abrazan y se invitan con un plástico del que después darás buena cuenta.
¿Y el olor? Salvo la fortuna de pasear por la cubierta, todo huele a crucero. Marionetas sobre el mar, y ese insoportable hedor a filigrana manida que envuelve la atmósfera.
Las excursiones contratadas, amén de la inoperancia nunca visible, dejan mucho que desear. Unas horas en Roma, en Estambul, en Atenas o en Copenhague. Ni ves nada ni leche migada. Justificas la visita con una estancia falsa y adquieres recuerdos para demostrar que has estado allí. Pero, ¿has estado realmente?
Debes hacer cola para bañarte en la piscina, debes hacer cola para almorzar, debes hacer cola para poder hacer cola y desear buenas tardes al antecesor del desconcierto.
Es una ordinariez. La camarera del Titanic aguarda en la puerta de tu camarote. Debe agradar, realizar su labor y sonreír. ¡Falsa modestia! Y, ¿qué comemos realmente? Un chef de primera o de la BBVA, y el vino, con etiquetitas, de un día para otro. “Yo se lo guardo señor, es usted cojonudo”.
Y la cena con el capitán, telón de fondo. Lo ves aparecer con pantalón corto, y blanco, calcetines medianos, una foto para enmarcar y al saludarlo, descubres que es el presidente de la comunidad famosa, el que cobraba. Ahora es capitán de crucero, de yate. ¡Menuda ordinariez!
Si deseas marcha debes acudir a unas salas inmensas, donde los niños duermen en los tresillos, los padres gilipollas sonríen, y la música o el espectáculo que representan es de los años cincuenta. Y todos ríen, se abrazan y se invitan con un plástico del que después darás buena cuenta.
¿Y el olor? Salvo la fortuna de pasear por la cubierta, todo huele a crucero. Marionetas sobre el mar, y ese insoportable hedor a filigrana manida que envuelve la atmósfera.
Las excursiones contratadas, amén de la inoperancia nunca visible, dejan mucho que desear. Unas horas en Roma, en Estambul, en Atenas o en Copenhague. Ni ves nada ni leche migada. Justificas la visita con una estancia falsa y adquieres recuerdos para demostrar que has estado allí. Pero, ¿has estado realmente?
Debes hacer cola para bañarte en la piscina, debes hacer cola para almorzar, debes hacer cola para poder hacer cola y desear buenas tardes al antecesor del desconcierto.
Es una ordinariez. La camarera del Titanic aguarda en la puerta de tu camarote. Debe agradar, realizar su labor y sonreír. ¡Falsa modestia! Y, ¿qué comemos realmente? Un chef de primera o de la BBVA, y el vino, con etiquetitas, de un día para otro. “Yo se lo guardo señor, es usted cojonudo”.
Y la cena con el capitán, telón de fondo. Lo ves aparecer con pantalón corto, y blanco, calcetines medianos, una foto para enmarcar y al saludarlo, descubres que es el presidente de la comunidad famosa, el que cobraba. Ahora es capitán de crucero, de yate. ¡Menuda ordinariez!