Nunca más se hará tarde. Salgo a tientas del laberinto. Confuso, enredado, sin cadencia ni sentido. No volveré a entrar. Tumbado en la hierba acaricio la piel del mundo. Ensucio las manos y recuerdo a Fray Luis: vivir quiero conmigo.
La tía Juana tenía el pelo blanco, canoso, era un pelo bobo nieve. Muy fino, delicado. Su rostro siempre estaba rosado. La piel brillante, con ese terso engañoso propio de las culebras. Labios finos y claros que nunca dejaron entrever una sonrisa.
La tía Juana deseaba reverencias, pero del tipo serrano de Lope. El peregrino moño de horquillas era un jardín de cabellos, un desdén o una senda.
Ya hacía años que había fallecido cuando la encontré en el autobús. No era agua, estaba allí frente a mi pecho. Sin miedo que escandalice levantó la cabeza y respondió a mis cuestiones.
Juana estaba en el laberinto y en él permaneció. Al igual que mi padre, JRJ, Barrie, Meredith o Francisco Imperial. Algunos otros aparecieron como espectros.
Un topo ha muerto junto al porche, en la puerta del garaje. Su cuerpo reventado es pasto de los pájaros, de las hormigas y los gusanos. El pobre topo no cambió los problemas por la suerte. Nunca más se hará tarde. Su tiempo es edad pasada y luz serena.
Junto a mi vida tengo frío. Debo ir al bosque. Al centro del bosque. Vivimos dos edades: el tiempo y el destino.
Unos ojos bellísimos se acercan y abrasan. En la calle el peligro deshace, desbarata. El ansia no es deseo, es pasión. La voz me llama. La muerte tiene una imagen espantosa que dirían De Argensola.
La poesía es un confuso laberinto. De lo de hoy te arrepentirás mañana. Suenan unas campanas donde no hay una torre. Es mediodía. Juana viene con la comida. ¿Fuga o sueño?
En el centro del bosque se pierde el sufrimiento, y lo digo llorando.