miércoles, 30 de noviembre de 2011



LA última vez que busqué el anillo estaba en la azotea. Cerca del cielo todo es más posible. Encontré dos virtudes y algún remordimiento. Hay amigos que dicen que me alejo, ventanas que se cierran con prudencia, una voz en las noches heladoras. No hay nada mejor que despertar con la vida que se marcha, con la felicidad de la angustia. Un as de oros junto a la almohada y algún inverosímil que repite las mismas tonterías.

Me agacho por el suelo, el maldito dolor de la cadera, y Platón repitiendo las frases de la búsqueda. No aparece el anillo.

Mi madre, tan mayor como ser adorable, me ha perdonado. Lo de los niños le ha dolido, aquello de Luzbel y las camisas no lo entiende. Sigo desayunando solo. El pasillo es una biblioteca por el suelo. Los libros me acompañan, las cartas me confunden.

Siempre espero la noche para bajar el tono. El hielo se derrite en los vasos, las velas encendidas y el ruido de algún animal a las puertas de casa.

Para ver la poesía dispongo de linternas. Debo cambiar las pilas todos los días. La felicidad es una multitud que sigue tus pasos. Los expulsas, recriminas sus actos, hasta gritas. Ellos siguen la sombra. Puedes olerlos, sentirlos, acariciarlos.

Ese momento que diferencia la verdad del odio lo aprovecho para pedir ayuda. Solicito que consigan el anillo. Han subido las sombras esta noche a la azotea. Todos buscan. Nadie descubre.

La poesía es un santuario interior, que decía Novalis, el único posible, la cuenca de la vida eterna, ese camino misterioso que viaja al centro del bosque. ¡Cuánto tiempo he perdido -¿verdad Antonio Colinas?- buscando el anillo!