lunes, 14 de noviembre de 2011



DECÍA Trapiello que la justicia poética es siempre justa incluso cuando no es poética. Y Paco Bejarano apuntaba: el precio de la libertad es la soledad, y prosigue: en la muchedumbre no hay soledad.

Es la poesía, lo que llena la vida del poeta las veinticuatro horas del día, el alimento que crece y vuela como el pájaro. Y no se escribe para nadie aunque sigan teorizando los otros y justificando su propia impotencia. Hay poco tiempo y el silencio avisa, debemos prepararnos, la llamada se repite en el centro de tu propia cabeza, ese bosque del yo en el nosotros.

¿Quién te quiere Javier? A menudo recuerdo esa pregunta, un antiguo verso, y mojo mis manos, las froto bajo el agua. El golpe de sudor y este olor a tierra satisfacen. ¿Hay algo más allá? Nombres, personas, libros, vidas, amistades. Nada es lo que parece. La verdad es esa gota de agua que recorre tu muslo mientras cierro los ojos.

El laberinto, a pesar de disponer de una coqueta entrada, es un círculo cerrado, la estancia del silencio, la servidumbre de la soledad. Es la permanencia, siempre es la permanencia. Perseverar en la constancia, habitando el silencio, en casa de la soledad. Sí, es la permanencia. ¿Y quiénes son los otros? ¿Importa acaso la muchedumbre?