CUANDO leo a Bukowski me acuerdo de mis padres: “mi madre, mi padre y yo”. También viene a la cabeza el gato que nunca tuve. El beso a las mujeres. Los cabellos negros, la falda, los zapatos, el mono o la melancolía. La ducha, el timbre del recreo, el tren o el efecto invernadero.
Existencia por encima de la más falsa experiencia. ¿De qué sirve la forma formidable si el fondo es el camino, la casa, la mansión de la posibilidad? Me aburren los versos que no están escritos sudacamente. Esto es, escritos por pamplinas, muy bien, pero que dicen poco. La belleza me sobra. La construcción magnífica es un hombre mayor. Quiero a los niños, simplemente a los niños: la ingenuidad, la chispa, frescura, irrupción.
Escribe igual fulano que mengano. Y sentados en la misma mesa parecen un cortejo de viejas en torno a la experiencia. Es la indecencia. La cotidianeidad.
Le he quitado sal a la vida. Cerca de los cincuenta todo quema. No tengo hermanas y ninguna está en la cárcel. Tengo hermanos, varones. Y me pierde el alma cada vez que los siento. Es la existencia. El pulso al mediodía.
Vuelvo a Dante y a Auden. La historia es una verdad, una ley, el patrimonio de la mañana. Entre tanta basura recorro los jardines de Estambul. Hoy ha dicho Susana que el negro la ha tentado. Te guardaré en la memoria si los ángeles son negros.
Muere abril como lo hará mayo. Hemos negado mucho. Desdeñar la palabra, el verso o el misterio. Una bruja muy crédula ha recitado un poema de Charles. A las chicas del hotel no las conozco.
Mis padres han salido a cenar esta noche. Ocurrió en los setenta. Salieron una vez, fue en diciembre, nuestro mes más completo.